martes, 7 de abril de 2009

La vieja librería

Una justa literaria.Jonathan Wolstenholme.

Resuelto a encontrar a Ifigenia, la hermosa princesa micénica, hija de Agamenón y Clitemnestra, entro a cuatro librerías de la calle Santa Fe.
En la primera, me dirijo al cartel indicador de literatura clásica, pero no estaba; me fijé entonces en el sector teatro y nada, pregunto a un empleado, por Ifigenia, de Racine; él busca por el catálogo informático y me comenta que la obra está agotada.

En el segundo local que visito, hago la solicitud:
-Busco a Ifigenia, de Racine.
- Perdón- dice el empleado.
-Ifigenia, no la conozco pero la buscamos en el catálogo una vez que encienda el sistema .
–No se moleste, paso otro día.

En el tercer negocio, una vidriera bien grande, seductora, intensa luz que parpadea, libros de tapas gruesas, con precios caros, discos compactos, custodios marrones con desafiante cachiporra y en el aire, una música funcional de jazz lavado, blanco y neutro. El piso alfombrado que ahoga los pasos, los sectores con carteles indicadores, como los de las autopistas, pero solo para peatones, los estantes con nuevas ediciones.
Me dirijo a una empleada de boquita pintada y amable sonrisa:
-Buenas tardes.
-Hola
-¿Tendrás Ifigenia, de Racine?
-Ya me fijo.
Y ahí nomás, busca en el catálogo informático:
–Mirá, están los libros Fedra, Andrómana, Ifigenia, de Recine, pero no hay disponibilidad.
Me despido, poniendo los ojos en posición panóptica y aparece así, en mi campo visual, la bóveda del techo, la platea con estantes, los palcos de un teatro remodelado por despiadados plásticos, un enorme escenario y actores anónimos listos para interpretar el mas taquillero drama de moda: “Autoayuda, solución para la angustia”.

En la cuarta y última librería una simple vidriera con poca luz, macetas con violetas de los Alpes y libros como pétalos caídos. Sobre el vidrio, una banda cruzada que dice: los textos están aquí.
Entro, con entusiasmo por encontrar a Ifigenia. De inmediato tuve la impresión de estar en otra dimensión, en otro tiempo. Había una pátina ocre en las solapas de los libros abarrotados en escarpados estantes, a uno y otro lado del pasillo y una escalera como herramienta para alcanzar, a duras penas, la fila más cercana a la cima.

No había guardias de seguridad ni computadoras, ni música lavada, solamente un silencio cómplice y agradable y tres personas, a primera vista, abocadas a tareas de acomodar los ejemplares.
Uno de ellos, de camisa blanca, con lentes de aumento tan grandes que sus ojos parecían los de un chino, me dice:
-Buenas tardes señor.
-Buenas tardes- respondo.
-Busco a Ifigenia, de Racine.
-Sí, la obra del dramaturgo francés, seguramente tenemos lo que está buscando.
Se dirige a un empleado mas joven pero con la misma actitud del que conoce el oficio; hablan entre ellos, señalan un lugar preciso, en lo alto de los estantes y el joven empleado, emprende la subida hacia lo alto de la pila, como un eximio escalador, desafiando las posibilidades técnicas de la escalera, en puntas de pié sobre la cima, toma un libro y baja con un ejemplar de Ifigenia, pero escrito en francés.
En eso, se oye una voz dulce, algo apagada, desde el interior, detrás de una caja registradora de madera con botones de metal, -las obras de los dramaturgos franceses, traducidas al español están un escalón por debajo hacia la derecha.
El empleado baja y me entrega un librito, leo el título Fedra e Ifigenia, de Racine.
En la vieja librería, se respiran letras y hasta arcilla de tablillas minoicas.
-¿Cuanto vale? –pregunto.
-Al fondo, a su derecha, le van a cobrar.
Me dirijo a la caja registradora mientras pensaba en qué moneda nacional me iban a cobrar.
Detrás de la caja, había una pareja de ancianos, el señor que indicó donde estaban los dramaturgos, vestido con camisa a rayas y un pantalón con tiradores; al lado su mujer, una bella anciana de esas que sus miradas transmiten una inequívoca sensación de paz, dedicada a la tarea de encuadernar un libro con engrudo y paciencia. Tenía un guardapolvo de color rosa clarito almidonado, y unas manos arrugadas pero firmemente abocadas a la noble tarea de restauración.
Cuando pago, el señor de anteojos me dice:
-Le preparo la factura.
- No hace falta- contesto. (Imaginé que iba a escribir en hoja ocre con una lapicera de pluma y pulmón de tinta).
En ese instante, ocurre algo insólito, en el fondo, por detrás a la izquierda, dos muebles cargados con libros, se mueven, caminan de un lado para el otro, observo que tienen patas, de bronce uno y de madera el otro. --- ¡Esos muebles caminan!- exclamo.
–En efecto- contesta el viejo librero- ocurre que son muebles muy antiguos, el de patas de bronce guarda libros de magia, con fórmulas de alquimistas y de astrólogos, y el de patas de madera torneada, cuentos fantásticos, mitos y leyendas.
-Hay otra cosa que debe saber, cuando un cliente se lleva a una mujer de la tragedia, ella, a veces, abandona la librería y vuelve una vez leída la obra.
Quedé paralizado por un instante, pensando en las consecuencias de llevarme a Ifigenia, tal vez un criado de Agamenón llegue a casa con un mensaje pidiendo que la esconda en el placard hasta que soplen los vientos. (El oráculo de Calcas decía que los vientos soplarían si el rey sacrificaba a su hija y las naves podían navegar hacia Troya. Pero el jefe de los príncipes soportaba la aflicción como una pesada piedra en la conciencia, aguijoneado por el tábano de la razón de estado, su hermano Menealo, el caudillo del lecho nupcial traicionado por la bella e inconstante Helena).
Tal vez Ulises, fecundo en ardides, con retórico discurso sofista, me acuse de bigamia, desde un piquete barrial, obligándome a entregar a la princesa para el sacrificio.
¡Ni pensar en la razón del corazón de Aquiles, el que le arrastraba el ala a Ifigenia en la costa de Aulide, llegando hasta mi casa, derribando la puerta y atravesando mi garganta con un certero golpe de su espada!
Comencé a sudar, casi al borde de un ataque de pánico, cuando escucho la voz del anciano.
-No tiene que preocuparse, solo las heroínas de la tragedia pueden atravesar los dos mundos.
-¿Siempre ocurre de este modo?- pregunto.
- Hay una excepción (contesta el viejo librero), Helena, a veces tarda en regresar, no es como las demás.
-Estoy seguro que usted pronto volverá a este lugar y se llevará a la más bella y seductora mujer de la tierra, cuando eso suceda, no tomará a la ligera las recomendaciones que le daremos para que no vuelva a ocurrir.
-¿Que ocurrió?
El anciano deja pasar unos instantes para responder:
-Ahora lleve a Ifigenia y olvídese de Helena, no es el momento de hablar de ella, no precipite las cosas.
-Gracias por la revelación de las heroínas de la tragedia, hoy aprendí mucho de ustedes, aprendí el significado de la palabra ilusión, pude ver la cesura espacial, por donde ellas entran y salen. Y la veracidad de la banda de papel sobre el vidrio con la leyenda: los textos están aquí.

Me despido, llevando el libro (o a Ifigenia) procurando que nada saliera por la puerta, atravieso el umbral con cautela, atento a cualquier sonido o movimiento por detrás o a los costados de mí, invadido por la atmósfera del lugar, tan singular, que no dejaba entrar ni el ruido del tránsito, ni las luces de las marquesinas de la calle Santa Fe; por eso cuando salí, tuve la sensación de cerrar, no las puertas de una librería, sino las tapas de un cuento.

Marcelo Ocampo

4 comentarios:

Chakkal dijo...

Usted es un grosso

Anónimo dijo...

yo siempre me pregunté de qué lado hubiera estado Ifigenia, del padre, que la sacrificó para que cambiaran los vientos par ayudar a su hermano a "recuperar" a su Helena, y por ende a su hermana Electra, primera admiradora de su papi..... o de Clitemnestra, a quien nadie la consultó para sacrificar a su hija (y no con ello justifico lo que le hizo a Agamenón). Qué rol tan distinto el de la mujer de aquellos tiempos......

Marcelo Ocampo dijo...

Si se pueden separar los conceptos de etica y moral, diría que Ifigenia al sublimar la muerte, sacrifica la moral entendida como el deber de preservar la vida a cambio de una razón de estado del lado de su padre, con lo cuál disuelve el conflicto entre razón de estado, ética y moral y es una heroína por esa decisión.
Marcelo

Anónimo dijo...

espero que ya hayas devuelto a la pobre (para mi entender) Ifigenia a Táuride, y si sacás a Helena, tené cuidado, ella nunca quiere volver a cumplir con su deber, a ver si muerto ya su esposo Menelao y su amante Paris, se queda en tu casa.... otra que la guerra de Troya. Besos Marcelito.
Cristina Angelis

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