lunes, 14 de junio de 2010

Y lo llamamos Esteban (La pieza del Ciervo)


Una vez, no sé cuando, la pieza al fondo de la casa se llamó “la pieza del ciervo”. Nadie sabe porqué o por lo menos no tiene la precisa; algunos dicen que había un banderín con la figura de un ciervo y por eso se llamó la pieza del ciervo.
Lo cierto es que un mito no tiene fecha de comienzo ni de fin. A mí me contaron o creí escuchar otra versión.

Un día, los 4 hermanos escapamos de la pieza por la ventana que daba al patio interior del departamento, subimos al alero y de ahí ganamos la calle por el pasillo de los departamentos en serie.
Era la hora de la siesta de los grandes y del sueño de grandes aventuras de los chicos.
Caminamos varias cuadras hacia un parque de la ciudad, el parque Saavedra, curioso destino de distracción y de dolor, una encrucijada humana por la alegría del parque, con sus juegos y su espejo de agua con la glorieta que hacía de sostén de unas plantas trepadoras y el hospital de niños justo al frente de una de sus alas, con el dolor y la esperanza de sanación.

Nuestra aventura consistía en alcanzar los árboles de mora que crecían en el parque en un lugar protegido por una reja que no era un obstáculo para nuestra habilidad de trepar muros montados en zapatillas aladas.
Solo un temor al placero inquietaba, pero de todos modos, nos hacíamos de las moras y las colocábamos en una caja de zapatos; como si fuese la aventura del vellocino de oro, tomábamos los frutos de los árboles para dar de comer a los gusanos de seda que esperaban en el departamento también en una caja de zapatos y a quienes alimentábamos ni bien llegábamos de nuestra aventura de “niñonautas”.
Seda y oro, barro y gusano, curiosa mezcla de carne e incienso, de oración y de pecado como los mitos de recolección de los aromas de oriente, como las historias de piratas y de héroes.

Una noche ocurrió algo que no estaba en los planes: había un ciervo que con sus cuernos nos acercó la luna hasta la ventana y trepamos hacia ella, descubrimos los secretos de sus huellas de queso, mucho antes que las huellas del hombre del norte.

¡Era fantástico, las estrellas estaban al alcance de nuestras manos; jugamos en la cara de la luna y hasta cominos un pedazo!
Había niños como nosotros, entrando y saliendo de un laberinto, montados en el lomo de un minotauro que respiraba y resoplaba feliz en el jardín de aquel lugar de ángeles que comen pizza y que bailan en el viernes del segundo hogar.

Y al amanecer, entre luces y sombras que se cruzan en el limbo de los ojos, los cuatro hermanos fuimos testigos de una súbita metamorfosis : el ciervo comenzó a perder su hermosa corona de cuernos, sus pelos, sus patas, su cola y a medida que lo hacía, iba tomando forma humana, piel humana, cara humana, calor humano, cuerpo humano, dignidad humana; la metamorfosis era completa solo por un detalle: no había maldad en su alma como tampoco lo había en los otros habitantes del jardín del cielo.

Nos dimos cuenta, que esta persona sin maldad en el alma, necesitaba un nombre...Y lo llamamos Esteban.

Fuimos a despertar a nuestros padres y con gran entusiasmo, gritamos a cuatro voces: -¡tenemos un nuevo hermano y lo llamamos Esteban, nos trajo la luna y los sueños de estrellas y aquella profecía mas antigua que la piedad de los hombres, que habla de un reino donde los ángeles, montados en hipocampos dorados, riegan las flores tan blancas, que los mortales, al tocarlas, se vuelven luz!
Ellos nos miraron, se tomaron un tiempo para responder: -Lo sabemos, nosotros lo bautizamos Esteban, hace ya mucho tiempo; tiene la edad de la luna, la misma que la pieza del ciervo, aquella que está en el jardín del cielo.

Marcelo Ocampo

1 comentario:

Laura dijo...

Marcelo, el cuento es maravilloso, de una ternura palpable y no pude evitar emocionarme. Hay mucho dentro de esa cabecita y de ese corazón que puja por salir. No abandones los cuentos. Y gracias por tus trabajos

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