Un día, Hipotenusa, se arrojó a las aguas del Nilo, nadó un trecho, montó en un buey camino a occidente, luego, en toro, llegó a Tebas y de ahí en burro, hasta Judea.
Sabe que en Tebas hay un niño Dios, coronado de hiedras y de pámpanos y en Belén, otro niño dios nacerá, se mecerá en la cuna y la cruz será su sacrificio.
El carpintero construyó la cuna y la cruz.
Hipotenusa, pronto reinará en algún lugar, como ya reinó hace años, no se sabe cuántos, en el bajo Egipto.
Ella tiene memoria de un paraíso perdido en la antigua sabana africana.
Pitágoras, se despierta esa mañana, lava su cara de legañas en el agua de la jofaina, se sirve un magro desayuno de pan de cebada, agua (no bebía vino) y una aceituna. Satisfecho el primer apetito, va a casa de Milón de Crotona, su mecenas y su alumno, abre la puerta debajo del dintel, atraviesa el patio, el pórtico, sube las escaleras de madera, golpea la puerta de doble hoja de encina que da paso a la estancia y, desde adentro, él contesta: - pasa querido maestro, ya estoy despierto.
Pitágoras, presa de una gran aflicción, ingresa y pregunta: - Milón, discípulo predilecto, ¿haz visto a Hipotenusa?
Con aliento a buey en celo, Milón, acostado al lado de una mujer diestra en primorosas labores, contesta:- ¡Oh, maestro!, no la he visto, sabes que no comprendo muy bien a Hipotenusa y sus catetos, soy un soldado que se prepara para combatir contra Sibaris, la ciudad de los corruptos, la vamos a aplastar, mataremos a todos los hombres y nos haremos de un gran botín de oro, ganado y de bellas mujeres que serán nuestras esclavas.
Atribulado, Pitágoras, se retira, camina por las angostas calles de tierra, preguntando a cada habitante de la polis, por su querida Hipotenusa.
Nadie la ha visto.
Muchos pensaron que el maestro se había vuelto loco.
Para colmo, corría el rumor de su creencia en seres lunares sin boca que él llamaba “daiomones”.
Pitágoras, muy afligido, vuelve a casa, sin albergar la esperanza de encontrarla, pensado que tal vez, algunos acusmáticos arrepentidos de su orden, la habrían raptado.
Estos desertores, dejaron de creer en verdades indemostrables y guiaban sus acciones por axiomas vacíos de toda moral.
Ya no comulgaban con la hetería soteriológica de la cofradía pitagórica.
El juramento era el recurso del lenguaje, entre la polis y la religión, pero, las imprecaciones eran cuestión cotidiana, el poder y el conocimiento había que mantenerlo entre unos pocos. En la parodia de juicios en el Areópago, los jueces eran parte de la gran conspiración.
Pitágoras era un instrumento para sus planes. Los que cometieron perjurio contra él, siempre vieron a Hipotenusa, su hija legítima, como una amenaza para su mundo de intrigas y de sofismas.
Los aritméticos, en cambio, estaban enamorados de Hipotenusa, algunos se animaron a pedir su mano, pero el maestro tenía otros planes para ella.
Lo cierto es que la raíz cuadrada de 25, sin el 5, ya era nada.
Y los sofistas avanzaban con sus retóricos discursos, arengando a las masas.
Pitágoras vuelve a Samos, llevando en una bolsa de cuero, los cadáveres de dos catetos y de un ángulo recto.
Luego de un largo tiempo, Pitágoras, sentado en un promontorio rocoso de Samos, concentró su mente, hasta entrar en trance siguiendo las milenarias técnicas aprendidas de consagrados chamanes como Zalmoxis y Abaris.
Su cuerpo quedó inmóvil y su alma extática, partió hacia donde nacen las voces de los vientos, buscando noticias de su hija.
En su chamánico vuelo, pregunta a los vientos, y a las otras almas que vagan sin destino en las praderas de Asfódelos, por su querida Hipotenusa.
Nadie la había visto.
Hasta que, al noveno día, mas allá de la pradera de los muertos, el alma del chamán llega a un lugar, pasando por una puerta de 7 estrellas: era el país de los aromas.
Fue ahí donde el alma de Pitágoras termina el largo viaje.
Hipotenusa, su querida hija, estaba en medio del bosque de aromas, plácidamente sentada sobre un soberbio trono de asiento hueco, con un cetro de oro y engarces de perlas y de ámbares.
Sobre su cabeza, lucía una hermosa corona de cinco puntas, tan brillante como el sol y un par de bellos aros, colgaban de sus rosados lóbulos, con la forma del símbolo áurico.
Un collar de plata con una gran estrella pentagonal de marfil, adornaba su largo y níveo cuello.
Hipotenusa era la reina de un nuevo mundo, de un paraíso, con árboles de mirra y de incienso, alimentados por los brazos de cuatro ríos, con hombres y mujeres de una gran bondad que se alimentaban de malva y asfódelo, mientras gozaban de los aromas, en el país más allá del cielo, con el sonido envolvente y celestial de las flautas de Euterpe.
Aquella beatitud incorruptible, llenó de luz inicial el alma de Pitágoras, que ya no tenía necesidad de volver a su cuerpo extático en Samos, porque ya, era parte del todo.
Marcelo Ocampo
sábado, 9 de abril de 2011
EL CAMINO DE HIPOTENUSA -La aflicción de Pitágoras-
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