Era el hijo preferido de la ordenada y prolija familia de un varón y tres mujeres, 4 hijos en total. Era el orgullo del hogar, adoctrinado y pulcro, no transpiraba ni bebía alcohol, ni se unía a la algarabía adolescente. Educado con templarios modales, portador gestual de una indeleble sonrisa y mirada autosuficiente, había aprendido enciclopedias completas, hablaba tres idiomas y solo bebía bibliotecas y parroquias; todo lo demás era, naturalmente insignificante.
Creció en un hogar de clase media, o más que media, la mejor. Los vulgares compañeros de colegio, le decían burlonamente: “cachorro de cura” en su época de monaguillo.
Luego pasó buena parte de su juventud evangelizando por lugares pobres donde parecía que Dios se había olvidado de mirar. Fueron sus años de misionero, en la orden de los mochileros de la fe.
En la misión divina, conoció a una chica, distinta a las demás, con la mochila de fe color rosa pálido de la orden femenina, también de hábitos ascéticos, de pocas palabras, casi lacónica, como él.
Era la pareja perfecta, un solo defecto que él disimulaba, a ella le gustaba, de vez en cuando, tomar unas copitas, no muchas, pero sí las suficientes como para hablarse encima. Las palabras que brotaban de su boca, en esos momentos, eran dobles y filosas como navajas, otra vez lacónicas, pero carnavalescas, sin la dignidad ni el entrenamiento de las auténticas mujeres espartanas.
Y llegó el día del casorio, una prolija lista de casamiento y de invitados, no podía faltar nadie de los convocados, en la foto tenían que estar retratadas todas las caras, aún la de aquellas personas convocadas por conveniencia o compromiso.
En la nave del templo, unos pocos, podían ver la sombra del ángel carmesí, sin espalda pero con espada tan hábil y diestro en su manejo, que podría haber ensartado los chinchulines de muchos de los parientes y amistades, incluido el sacerdote detrás del altar.
La espada sería así un espetón de jugosas vísceras hechas a fuego lento y de crujientes “chorizos especiados al infierno” elaborados con la carne y la sangre de las víctimas, en un exceso de amor evangelizador.
Para celebrar el ritual de la nueva secta, el ángel, vestiría una túnica negra para hacer buen contraste con sus alas carmesí. Su cabeza estaría coronada con una mitra dorada con seis ínfulas color granada.
-La secta estaba naciendo dentro del templo, religando numinosamente mediante rituales ancestrales de la era pagana y abolidos en un concilio vaticano-.
Pero ellos creían que esta ceremonia era el sendero del discipulado, el ángel carmesí era el guía espiritual mediante el cuál se lograría el disolvente psíquico para destruir la escoria y dejar el oro puro.
Los novios, frente al altar hubiesen sabido qué hacer, ella tomaría del cáliz el dulce vino de misa y él trozaría la hostia y haría comulgar a los familiares mas próximos, un nuevo orden esotérico se habría celebrado, con un paraíso solo para la secta, excluidos los pobres, los esotéricos devotos de la virgen y los muertos eviscerados tirados en los pasillos del templo.
Tampoco podrían ingresar, aquellos seres que no supieran latín, con la sola excepción de aquellos ignorantes del nuevo idioma oficial, pero que gustaban de tatuarse los estigmas del flagelo. Los ateos, podían también iniciarse en los misterios, pero solo aquellos que no hubieran fumado el opio de Marx.
Luego se pintarían la cara con arcilla, evocando a los Titanes que comieron la carne de Dionisos y redactarían en latín un estricto reglamento de la ley divina, que sería repartido entre sus adoctrinados compañeros de misión evangelizadora y elaborarían la estrategia para ganar la nueva guerra de religiones.
Como es natural para su ciega creencia, la suya era la única fe, la única cara de Dios, todas las demás serían declaradas blasfemas y todos sus libros sagrados iban a ser quemados en un ritual de purificación por el fuego.
Pero nada de eso sucedió y la homilía del sacramento matrimonial, los unió para siempre y se fueron de la mano, con los testigos de la ceremonia y unos pocos invitados a una parrilla de fiestas a pocas cuadras de la parroquia.
Una vez que todos se ubicaron en las mesas redondas, 9 en total con 7 invitados por cada una, sin contar la de los novios con sus padrinos 2 suegras y 6 amigos, que hacían un total de 12 en la mesa anfitriona.
Los mozos, vestidos para la gala con camisa blanca, corbata de seda roja y un largo delantal de cuero negro, ingresaron al salón por una puerta de doble hoja, en medio de un estruendo de trompetas y de aplausos, con el brazo derecho levantado, mostrando a los invitados que ya habían escanciado una copa de vino, la exquisita especialidad de la casa: los crujientes “chorizos especiados al infierno”, ensartados en largos y filosos espetones con el sello de un ángel carmesí en la base de la hoja de acero.
Al menos una duda había sobre los rumores de la secta: luego de 3 años, nace el primogénito con una mancha “de antojo”, como decían las abuelas, en la parte supero-interna del muslo izquierdo de 6 cm de diámetro ortogonal. Era la figura o parecía la imagen de un ángel carmesí, tal la forma y la discromía de la mancha.
Algo singular y fuera de toda explicación racional, ocurrió en la ceremonia del bautismo, cuando el agua de la pira bautismal se tiñó de color carmesí al tocar la piel del niño, quien desencadenó en un largo llanto.
El joven sacerdote, no supo dar explicaciones y los padres cruzaron miradas y luego, sin testigos, escanciaron en copas de oro, el agua de la pira.
Y así, conjurando la arqueología de la fe con los secretos rituales de poder y de hegemonía de la secta milenaria, la saga del ángel carmesí continuaba comprando voluntades y conciencias sobre la tierra de los hombres, divididos por banales asuntos políticos y de caprichos bajo las sábanas, disfrazados de nueva teodicea.
Marcelo Ocampo
13 de febrero de 2011.
Imagen gentileza de: http://seres-de-la-noche-maharet.blogspot.com/
domingo, 27 de febrero de 2011
El sacramento matrimonial y el ángel carmesí
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