sábado, 24 de septiembre de 2011
UN PEDAZO DE NOCHE EN EL DÍA DEL BOSQUE -Asterión en el Zoo-
Un pedazo de noche estaba olvidada en la mitad del día en el bosque, nadie parecía darse cuenta, pero debajo del robusto ciprés, con olor a ciervo, frente al longevo castaño, estaba ella de negro encaje y de una belleza sin tiempo, los árboles del bosque pronunciaron su nombre alguna vez cuando la voz de los oráculos era escuchada.
Todo en la oscuridad estaba suspendido, el canto de los pájaros, la algarabía de los niños en el zoológico, un laberinto dentro del laberinto de árboles del bosque dentro del laberinto de la ciudad de La Plata, con sus diseños en diagonales e historias masónicas. En la vereda del zoológico, las voces con resaca dominguera de los padres, arengando a la familia, flotando en el humo grasiento de los chorizos y los niños haciendo cola para obtener un delicioso cucurucho repleto de crocantes y explosivas palomitas de maíz y por los parlantes la música rítmica repetida hasta el cansancio.
Desde afuera, las almas que no participan de la escena dominguera, se llenan de una pátina de tristeza.
El rugido de alguna fiera mordiendo el aire, las hojas de los árboles sonando la canción de un viento sin respuestas y la luz de un tibio sol, se filtraban por encima de los laberintos sin techo.
Ariadna, la bella muchacha, sentada displicentemente en un taburete de madera rústica al lado del pórtico de entrada al zoológico, parecía haber visto la oscura noche olvidada, flotando en una cavidad del bosque, mientras entregaba con mecánico gesto los boletos de entrada a la prisión de los animales detrás de los barrotes de las jaulas.
Pero solo los niños fantasean con ser domadores o cazadores, ellos tienen ese privilegio de la ilusión, del jugar sin más.
A Teseo, el seductor y orgulloso guía del lugar, le gustaba su trabajo, megáfono en mano arengaba a las familias frente a cada jaula, explicando los hábitos de cada ejemplar encerrado.
Tenía por costumbre llevar una soga enroscada en el hombro, para dar la impresión de saber trepar por ella o para atar por el cuello a algún peligroso animal que pudiera escapar.
Tal vez en su inconsciente, la soga era el hilo de Ariadna que llevaba por temor a no encontrar la salida del laberíntico lugar.
El y Ariadna, habían tenido un corto romance, que terminó dadas las frecuentes conquistas o trofeos amorosos del gran seductor.
Minos, el director del zoológico, padre de Ariadna, veía con buenos ojos el romance de su hija con el joven quien además de guía, estudiaba veterinaria.
Su interés en cirugía de grandes animales, escondía su pasión por la sangre derramada; una vez mató de una certera puñalada a un mono que había escapado de su celda.
Contaba como una gran aventura la captura de minotauro, aquel ser mitad humano y mitad toro, hijo de Minos y de Pasifae.
La madre abandonó al niño al nacer, no quiso ni amamantarlo y Teseo lo capturó a esa corta edad.
En verdad, el minotauro se entregó mansamente a Teseo y Minos, padre resignado, decidió cruzar el salobre mar con la familia, incluido el valeroso ateniense hijo de Egeo y todos se radicaron en la ciudad de La Plata, Argentina porque sabían de una inmensa colectividad griega que había echado raíces en la ciudad hace ya cien años.
Minos, quien desconfiaba de minotauro, su propio hijo, decide encerrarlo en el laberinto del zoológico.
¿Era para protegerlo?
Había echo correr un escalofriante rumor: Asterión, nombre de la criatura, cada 7 años se comía a 9 personas, presa de un irrefrenable apetito caníbal.
El laberinto había sido diseñado y construido en el centro del zoo por un tal Dédalo, arquitecto ebrio de geometría, que había salido de la cárcel purgando la condena por el homicidio de un sobrino.
Ariadna de vez en cuando miraba aquel pedazo de noche en la mitad del bosque.
Ella tenía curiosidad pero a la vez un ligero temor le hacía desistir de ir hacia ella.
Teseo, en un momento de descanso, se acerca a Ariadna y ella le dice:
-Teseo, observa aquel pedazo de noche en la mitad del día en el bosque frente a nosotros, como suspendida en un cavidad de aire, hasta tiene apariencia de una bella doncella.
-Sí, responde él,- la puedo ver es fascinante, iré de inmediato.
Con paso firme, de estratega, el seductor infatigable, se dirige resueltamente hacia ella, cruza la diagonal que separa el zoológico del bosque de árboles y cuando llega queda estupefacto: una bella mujer, de fino encaje, de cabello rizado color glauco envuelta en sugerentes velos grises, le dice casi como un susurro de encantamiento: -esperaba tu llegada, amado Teseo. El, con el corazón latiendo una carrera dentro de su pecho, sale del estupor inicial, la toma por la cintura y le pregunta: -Preciosa ¿cómo te llamas?
Ella se toma unos segundos para responder aquello que jamás hubiese querido escuchar él: - mi nombre es “Kere” y ahí se transformó en una horrible criatura, abrió sus fauces tragó íntegro a Teseo, se tiño de sangre y desapareció en una silenciosa implosión gravitacional, tan silenciosa como el silencio mortal.
El seductor despiadado, el cazador sanguinario, había sido seducido y cazado por Kere, la figura femenina de la muerte más espantosa.
Ariadna, horrorizada presenció toda la escalofriante escena, no tuvo tiempo para reaccionar, porque de repente un estampido como un trueno sonó en sus oídos y cuando abre los ojos, frente a ella estaba la luz divina, la epifanía de Dionisos, un joven de largos cabellos, vestido con túnica azafranada montado en un carro áureo tirado por dos hermosos tigres blancos.
Sin mediar palabra, él la toma suavemente de la mano y ella siente una extraña liviandad y sube con su nuevo amor, quien le obsequia una hermosa corona Boreal, con doce brillantes diamantes engarzados en la base semicircular de oro que ella usaría para su boda.
Detrás de la pareja, una ruidosa comitiva de silenos y de ménadas cantaban y danzaban alegremente al compás de los címbalos y el dulce sonido de las flautas de Pan.
A medida que avanzaban, Dionisos con un ademán de su tirso, hacía caer los barrotes de las jaulas y los animales se unían mansamente al ruidoso cortejo.
Al llegar al centro del zoo, las paredes del laberinto se desintegraron en el aire y el minotauro, lleno de luz, corrió a abrazar a su padre y luego a jugar con los niños visitantes.
Minos, presa del contagioso entusiasmo orgiástico, se puso a bailar debajo de una glorieta, marcando el ritmo con una pandereta.
Dédalo, negó el evangelio de la armonía de los mundos y se perdió en el laberinto del bosque.
En el zoo y frente a todas las miradas, cayeron las cintas que prohibían el acceso al tobogán a las hamacas, a la calesita y todos pudieron disfrutar de los juegos, Asterión era uno más entre los niños.
El prodigio del tirso hizo derrumbar las barreras invisibles de la indiferencia, de la discriminación y en armonía plena, hombres, niños y demás animales, cantaron el himno a la alegría.
Dionisos y Ariadna partieron rumbo a Naxos donde iba a acontecer su boda, en la isla de las vides de un día.
Marcelo Ocampo
24/09/2011
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