Algún árabe dijo que su espíritu no podía volar más rápido que su camello; pienso que tampoco puede ir más rápido que un auto o cuando el cuerpo sube por una escalera mecánica, el espíritu llega después subiendo por una escalera de madera.
Sin embargo, en ciertas ocasiones, puede ocurrir que el espíritu, se adelante al cuerpo debido a ese fenómeno llamado intuición, el cuál, al integrarse con la secuencia del laberinto, llega antes a su centro, mientras que el hilo de la razón, sigue analizando las vueltas y retrasando el cuerpo.
Tal vez esto haya ocurrido en la historia que voy a contar.
Era una soleada y cálida mañana de domingo, un día 30 de agosto que trajo un calor de verano como si al invierno lo hubieran cortado. Pero la naturaleza no se adelanta, sigue su ley inalterable. Solo los humanos nos podemos confundir, porque el pié femenino de las especies vegetales, esperaban que los pólenes que aman al viento, se lancen a él para fecundarlas. Y así pasó con los árboles de la ciudad, los plátanos, los fresnos, lanzaron sus semillas al viento, los pólenes que se meten hasta en las narices de las estatuas que pisan las flores de las plazas.
Esa mañana, voy a la casa de una querida vecina del barrio, ella sufría de una urticaria desde hacía unos días, estaba inquieta, la picazón le aguijoneaba la piel. Pero había más, una pérdida de apetito y una queja por una pierna inflamada a la altura de la cadera, el achaque cotidiano de una antigua dolencia.
Su acento, siempre italiano, se obstinaba en seguir pegado a su lengua, como si los aromas de su tierra, hicieran que el cuerpo estuviese aquí y el espíritu del otro lado del océano, habitando la casa de la niñez.
Ella respiraba como todos, en nuestra bella ciudad de diagonales, el inconfundible aire perfumado de tilo en noviembre. Y en diciembre, con su gran familia, esperaba los festejos de navidad y de año nuevo; ella inauguró la costumbre de sacar las mesas y las sillas afuera para el festejo vecinal, la algarabía de la comensalidad, en la noche previa al nuevo año, con los muñecos en las esquinas de la ciudad, esperando su destino de fuego, muñecos que antes de morir calcinados, pierden la conciencia ahogados por el humo de la pirotecnia.
Ella era generosa con todos, hasta el cartero detenía su itinerario epistolar, para tomar el café caliente que Teresa preparaba por las mañanas.
El mismo café que el jardinero tomaba antes de emprender la poda redonda de la copa del ficus que ella veía crecer cada día en su vereda.
Sin embargo, una nostalgia la agobiaba y mordía su alma como los blancos y fríos colmillos de las fauces de un lobo.
La urticaria, malestar pasajero pero insidioso, volvía cada vez que terminaba sus remedios y así transcurrió una semana.
Cuando sus hermanos regresaron de un planificado viaje a Italia, el encomio de la tierra natal, los recuerdos, los aromas, las anécdotas, las fotos, inundaron las retinas de Teresa y su espíritu colmado de alegría, regresó desde la lejana y amada patria.
Transcurridos unos días, ella vuelve a decir de aquella aflicción que la acompaña, los colmillos de las fauces volvían a morder.
Esa mañana de domingo en que el sol reverberaba sobre el lomo del invierno caído, Teresa, le cuenta a mi mujer, que sentía mucho frío, como frío en los huesos y ese dolor en la cadera que no la deja, que ata una de sus piernas y resignada, entra a su casa, luego de despedirse con un beso.
Sandra me comenta el episodio, sin dejar de sorprenderse por el contraste del frío que ella sentía con la sensación térmica de más de 30 grados que anunciaban por la radio y que se padecía en el cuerpo.
Cerca del caluroso mediodía, cuando la copa redonda de poda del ficus se recuesta sobre mi vereda, golpeo la puerta de su casa para darle unos antialérgicos que mitiguen su picazón. Ni bien abre la puerta de madera ingreso al living, y mi espíritu se estremece por un extraño frío, como de aire acondicionado; le dije -Teresa hace mucho frío ¿el aire acondicionado está prendido?- No querido, no hay aire encendido, para agregar: te agradezco tanto, gracias por los remedios; estoy mejor, pero la pierna me duele, no tiene arreglo y no tengo apetito. -Pero acá hace frío, tendrías que abrir las ventanas, le digo.
Fue en ese instante, cuando presentí que algo ineluctable, hostil a la razón estaba por ocurrir. Traté de tranquilizarme pensando que el frío se debía a que la alta temperatura de un solo día, no puede calentar la casa por dentro, mas si está con las persianas bajas.
Pero por fuera de la razón, presentía que alguien había tenido el valor suficiente de tatuar en carne propia, aquella frase: “vivir es aprender a decir adiós”.
Imaginé el paso a través de sucesivas puertas, que se van cerrando, desde la humedad primera hasta el confín de la tierra.
Dos días después, el sonido a metal del portero eléctrico, se mete en mis oídos y corro hacia él en la súbita vigilia del amanecer y escucho, desde el exterior de mi casa, una voz cargada de angustia, como de plomo, que dice - Vení por favor, por favor, me parece que Teresa…
En ese instante, cuando la luna, sentada en el techo de la casa de persianas bajas, acunaba con sus níveos brazos, el cuerpo y el espíritu de Teresa, supe que su alma, de un soplo, había trepado al cielo por la copa del ficus, redonda de poda.
La tarde del martes, me encuentro con el médico de cabecera, alguien que sabe tocar a los pacientes, alguien que no los deja sufrir hambre de piel y me comenta: -No esperaba este desenlace, no había signos ni síntomas. -Entiendo que no- respondo, pero de algún modo, Teresa pudo decir adiós.
Marcelo, noviembre de 2009
domingo, 29 de noviembre de 2009
Teresa pudo decir adiós
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1 comentario:
Marce, muy bueno el cuento aunque el titulo le queda corto fue más que un cuento!! muchas gracias por dedicarle esto a mi Tía!
Sos un grande.
Ciabattoni M. N.
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